“La historia me absolverá” vs. “La historia conservará”
La tradición del pensamiento de derecha en Cuba es prácticamente inexistente si la comparamos con la abrumadora hegemonía del discurso revolucionario y progresista que ha dominado la historiografía política de la isla. Politólogos de izquierda han sostenido que jamás llegó a estructurarse un pensamiento de derecha propiamente dicho en el país, sino apenas algunas manifestaciones aisladas, generalmente asociadas a grupos reaccionarios o a la influencia del fascismo europeo durante las décadas de 1920 y 1930, especialmente en el gobierno de Gerardo Machado.
Sin embargo, este diagnóstico omite un fenómeno crucial: la existencia de un pensamiento reaccionario que emergió en oposición al revolucionarismo positivista cubano. Mientras que el positivismo fue una corriente fundamental para la modernización material de Cuba—impulsando ferrocarriles, obras públicas, proyectos sanitarios y sistemas educativos—demostró ser insuficiente para el desarrollo de un pensamiento político con raíces en una cosmovisión tradicionalista y espiritual.
Desde esta perspectiva, el positivismo no solo sirvió como base para el discurso revolucionario posterior, sino que se convirtió en la matriz ideológica de los movimientos nacionalistas, progresistas y democráticos que confluirían en La historia me absolverá, el manifiesto fundacional de la Revolución Cubana. Sin embargo, al margen de este proceso, existió un sector de intelectuales y políticos que rechazaban este enfoque y abogaban por una visión alternativa del destino nacional.
En este contexto, surgen figuras como Alberto Lamar Schweyer, Fernando Lles, Ramiro Guerra y Orestes Ferrara—junto a otros pensadores que han sido invisibilizados en la historiografía oficial—quienes pueden considerarse precursores de una incipiente revolución conservadora de carácter nacionalista. Aunque no llegaron a conformar un movimiento orgánico ni estructurado, sí compartieron ciertas inquietudes y postulados que permiten vislumbrar un hilo conductor en su pensamiento.
Esta corriente, que podría denominarse conservadurismo nacionalista, se propuso restaurar valores que consideraban esenciales para la identidad cubana: la defensa de la tradición, el fortalecimiento del espíritu nacional, la exaltación de la historia patria y la reivindicación de un orden basado en la jerarquía y la autoridad. Su postura contrastaba con la visión progresista y modernizadora que promovían los ideólogos de izquierda, quienes buscaban una ruptura con el pasado en nombre del cambio social y la justicia.
Uno de los principales retos que enfrentaron estos pensadores fue la ausencia de un marco doctrinal definido que sirviera de base para articular su propuesta política. Mientras que en Europa los movimientos conservadores contaban con una tradición filosófica que iba desde Edmund Burke hasta Joseph de Maistre, en Cuba predominaba un enfoque pragmático y utilitario que dificultaba la consolidación de un pensamiento de derecha con fundamentos filosóficos sólidos.
El concepto de revolución conservadora nacionalista—que aquí se propone como una categoría psico-política—responde a la necesidad de agrupar a aquellos intelectuales y políticos de la época que, en lugar de sumarse al discurso revolucionario emergente, buscaron devolver al patriotismo su carácter de honor y virtud. Para ellos, la construcción de una nación no debía basarse únicamente en el progreso material o en la transformación de las estructuras económicas, sino en la preservación de un ethos colectivo arraigado en la tradición.
Esta visión choca frontalmente con la premisa fundamental de La historia me absolverá, donde Fidel Castro presenta la Revolución como el resultado inevitable del devenir histórico, una especie de mandato del destino que justifica la subversión del orden establecido. Frente a esta narrativa, los intelectuales conservadores podrían haber propuesto una alternativa que podríamos sintetizar en la expresión “La historia conservará”, es decir, una visión de la historia que no se concibe como un proceso de ruptura, sino como una continuidad donde el pasado no es un obstáculo para el progreso, sino su fundamento.
Para estos observadores reaccionarios, la clave para entender el destino de Cuba no estaba en la industrialización ni en la modernización acelerada, sino en la esencia misma del país: su mundo rural. La clase campesina, con sus valores de arraigo, trabajo y devoción a la tierra, representaba el último bastión de la tradición nacionalista y espiritual.
En este sentido, la historia de Cuba podía leerse no como un relato de luchas de clases o conflictos ideológicos, sino como la resistencia de un orden natural frente a las fuerzas disolventes del progreso revolucionario. Desde su perspectiva, la nación no debía reinventarse a cada generación, sino encontrar en su propia historia las claves para su continuidad.
La historia de Cuba ha sido escrita, en su mayoría, desde la óptica del progresismo y el revolucionarismo, dejando en la sombra aquellas corrientes que no encajan en el relato dominante. La posibilidad de una revolución conservadora nacionalista sigue siendo un terreno inexplorado que merece un análisis más profundo y riguroso.
Rescatar este pensamiento no implica una adhesión ideológica, sino un esfuerzo por comprender la complejidad del debate político en la Cuba republicana y abrir nuevas líneas de investigación que permitan arrojar luz sobre una tradición intelectual que, aunque marginalizada, pudo haber representado una alternativa viable al devenir político de la nación.
El estudio de estos pensadores invisibilizados nos lleva a replantearnos una pregunta fundamental: ¿pudo Cuba haber seguido un camino distinto al que marcó la Revolución? ¿Existe, aún hoy, un espacio para el resurgimiento de una revolución conservadora nacionalista que reivindique los valores de honor, virtud y tradición en un contexto donde la historia parece haber sido secuestrada por el dogma revolucionario?