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Venga Santa Claus a decirnos la verdad.

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  • Autor: Angel Velázquez Callejas

Seis días restan para el advenimiento del 1 de enero, una fecha que marca no solo un nuevo calendario, sino también un aniversario inquietante: la revolución cubana, con su Estado totalitario y partido único, cumplirá 65 años de existencia. Para quienes hemos vivido bajo su sombra o reflexionado sobre sus efectos, las preguntas persisten: ¿cómo llegamos hasta aquí?, ¿por qué se perpetúa?, ¿hasta cuándo podrá sostenerse? Son preguntas que, a fuerza de repetirse, parecen haber perdido impacto, pero cuya relevancia sigue siendo indiscutible.

En mi caso, llevo días reflexionando sobre este fenómeno, revisitando textos, buscando claves para descifrar una realidad que, aunque aparentemente agotada en términos analíticos, sigue sorprendiendo por su complejidad. La sensación de déjà vu es inevitable. Hemos escuchado hablar de terror, traición, nacionalismo ideológico, y del gansterismo político que definió sus primeros años. También hemos acudido al análisis del totalitarismo, apoyándonos en las ideas de Hannah Arendt sobre la relación entre poder y sumisión. Sin embargo, el caso cubano parece exigir algo más, un enfoque que integre no solo lo político y lo social, sino también lo espiritual, lo simbólico y lo psicológico.

Un libro reciente, El Soviet caribeño de César Reyner Aguilera, publicado este año por Ediciones B en Buenos Aires, abre una ventana hacia un aspecto menos explorado de la historia cubana: sus raíces comunistas y la construcción de un aparato de control esotérico. Según Aguilera, los orígenes del comunismo en Cuba no se remontan, como suele decirse, a la fundación del Partido Comunista Cubano en 1925, sino a 1919, cuando se creó en La Habana la Sección Comunista de Cuba, vinculada directamente al Comintern. Desde ese momento, afirma Aguilera, el objetivo no fue solo instaurar un partido político, sino un «círculo esotérico» que garantizara el control interno y alineara cualquier tendencia nacionalista con los dictados del stalinismo.

Fabio Grobart, un polaco de origen judío, figura central en esta narrativa, habría sido el arquitecto de este núcleo de control, conocido como el Núcleo Central de Inteligencia Soviética (NCIS). Según el autor, este grupo funcionó como un mecanismo interno para garantizar que el Partido Comunista Cubano no se apartara de la doctrina stalinista, lo que explica por qué, en 1959, lo que triunfa no es una revolución nacionalista, sino un régimen stalinista adaptado a las peculiaridades del Caribe.

La pregunta obvia es si este NCIS sigue operando en la actualidad. Aunque la Unión Soviética desapareció en 1989, el legado de su sistema de control puede haber dejado marcas indelebles en las estructuras del Partido Comunista Cubano. Más allá de las cuestiones prácticas, lo interesante es considerar cómo este influjo ha modelado la psicología colectiva de los cubanos.

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Aguilera sugiere que el régimen ha evolucionado hacia un sistema de control moral y espiritual, donde el pecado revolucionario —esa incapacidad de alinearse con la narrativa oficial— ha sido reemplazado por el sufrimiento personal. En este marco, la ideología ya no busca redimir a los ciudadanos, sino someterlos a una lucha interna, casi espiritual, contra el dolor, la desesperación y la depresión.

Aquí es donde entra en juego una idea fascinante: el «budismo sin atributos». Aguilera plantea que, en ausencia de una esperanza colectiva, los cubanos han desarrollado una forma de resistencia interior, un tipo de estoicismo que no busca cambiar el sistema, sino sobrevivir a él. Esto explicaría por qué muchos prefieren huir en lugar de enfrentarse al régimen: el enemigo ya no es externo, sino interno. El sufrimiento no es una herramienta de redención política, sino una condición existencial que define al cubano contemporáneo.

En este contexto, Aguilera introduce una idea provocadora: la contrarrevolución cubana no es social, cultural ni política; es espiritual. Los cubanos, erosionados por décadas de penurias, han desarrollado una especie de inconsciente colectivo que lucha no contra el Estado, sino contra la depresión. Este modelo, que Aguilera llama «budismo sin budismo», no ofrece soluciones ni cambios estructurales, sino una forma de resistencia interior.

La idea puede parecer paradójica, pero tiene sentido si la analizamos desde una perspectiva filosófica. Mientras que las revoluciones tradicionales prometen redención a través del cambio social, el sistema cubano ha impuesto una dinámica donde la redención es imposible. En su lugar, los ciudadanos se ven obligados a lidiar con el sufrimiento como una constante, convirtiéndolo en el eje de su identidad.

Aguilera cierra su análisis con una reflexión sobre el «último hombre» de Nietzsche. En este contexto, el último hombre no es solo una figura que ha perdido la voluntad de crear o cambiar el mundo, sino alguien que ha aceptado el sufrimiento como un estado permanente. Este «último hombre cubano» no lucha contra el Estado, sino contra sí mismo, en una batalla silenciosa que define la Cuba actual.

La pregunta final es inquietante: ¿qué viene después? ¿Puede este modelo sostenerse indefinidamente, o estamos ante el preludio de un cambio radical, quizás no político, pero sí espiritual? Mientras tanto, seguimos esperando, no a Santa Claus, sino a Zaratustra, para que nos ayude a descifrar el enigma del ser cubano en esta larga noche de 65 años.

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