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LA MARMOTA QUE NOS ENSEÑÓ A VIVIR

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Si no hubiera sido por Richard Lovett, un representante de directores, la historia de Groundhog Day (1993) jamás habría llegado a las manos de Harold Ramis y, muy probablemente, el filme nunca se habría producido. Danny Rubin, que se había inspirado en la obra de Anne Rice sobre vampiros para imaginar un relato donde su personaje principal se levantara todas las mañanas para vivir un mismo día que se repite hasta el hastío, colaboró con Ramis en tratar de suavizar el texto y hacerlo más ligero y simpático de lo que originalmente fue concebido. Dicen que el paritorio de tal esfuerzo no sólo fue el de un filme que, al decir de Roger Ebert, terminó convirtiéndose en un punto de referencia para toda una generación, sino que echó literalmente abajo la relación profesional entre Rubin y Ramis hasta los prolegómenos de la muerte de este último.

Afortunadamente el genio de Harold Ramis, que ya había alcanzado al lado de Murray la gloria con el batacazo Ghostbusters (fue actor y guionista) nos legó una pieza entrañable y precisa que, basada en la teoría cíclica del tiempo y sus innumerables interpretaciones (como el eterno retorno nietzscheano de la Ciencia Gaya, por ejemplo) no hace más que intentar demostrarnos la utópica pero muy humana percepción de la prevalencia del amor como centro de la existencia. Y es que Groundhog Day es eso, una historia de amor, un relato sobre su predominio y de cómo podemos ser mejores gracias, precisamente, al amor.

Ramis es un buen narrador. Su historia es fluida y no tropieza, sus personajes son humanos, vulnerables y adorables, el retrato de las calles congeladas de Punxsutawney (en realidad el rodaje se hizo en Woodstock, no muy lejos de Chicago) es casi poesía en su estado más glorioso y puro, el movimiento de los extras funciona… en términos académicos el filme, resumiendo, es profesional e impecable, pero su fuerza, su verdadera fuerza, radica en otra parte. Dicen que cuando Murray se acercó al guión de Ramis le interesó enseguida centrarse en los elementos más filosóficos de la historia y en un equilibrio de influencias la cinta terminó siendo lo que fue. Por cierto, sólo un actor con el descaro y el carisma de Bill Murray podría haber dado vida al egocéntrico Phil Connors, un hombre cínico y amargado pero dispuesto, y luego lo comprobaremos a medida que trascurre la obra, a aprender a ser una mejor persona.

La grandeza de Groundhog Day reside en musitarnos al oído que la vida es valiosa y memorable y que las consecuencias de nuestros actos pueden modelar en cierta forma la existencia futura. Es sensible y mucho más profunda de lo que pudiera parecer a simple vista. Es cierto, nos adeuda el dramatismo cínico de una 12 Monkeys o la violencia pesarosa de Looper o la extrañeza inextinguible de Edge Of Tomorrow, obras postreras que giran sobre el propio tema, pero nada de eso importa, pues Ramis nos emociona hasta las lágrimas simplemente recordándonos que la causalidad no es improbable y que una vida justa y plena siempre es una posibilidad real. Y no se trata de que la obra persiga el rastro del positivismo comtiano, pues Ramis se aleja de cualquier disquisición tecnológica o política. Se trata del sentido etéreo de la inmortalidad temporal como consecución de una meta mundana; algo más cercano al postulado de la desesperanza de David P. Goldman y su observación sobre la trascendencia. «La cultura hereda del pasado y lega al futuro para que algo de nuestra estancia terrenal quede cuando ya no estemos aquí»             

Murray encuentra su complemento en Andy Mc Dowell, una de las actrices más populares de finales de los ochenta y la primera mitad de los noventa, que para ese entonces ya había estado en trabajos notables como Sex, Lies, and Videotape, Green Card y Hudson Hawk y que parece llevarse a las mil maravillas con el atribulado Phil. La relación entre estos dos caracteres es la que modela el tono (variado y riquísimo) de todo el filme, de allí la importancia de que sus protagonistas funcionaran. Y es así, que casi literalmente ambos tomados de la mano, jalonean a la obra de Ramis y de Rubin desde el espacio citadino del progresismo brutal a la vida de los pequeños poblados que por aquel entonces conformaban una parte principalísima del excepcionalismo norteamericano. A partir de una máxima tan simple, Groundhog Day también puede ser considerada como un reflejo cultural de una época vintage que ya prácticamente ha fenecido.

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