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El mito del líder en la historia política cubana

"Fidel Castro in 2014" by Presidential Press and Information Office is licensed under CC BY 4.0.
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La Revolución Cubana celebra su 66º aniversario. Ante este acontecimiento, surge la pregunta fundamental: ¿cómo y por qué surgió el castrismo, o, más específicamente, cuál es la definición más adecuada de este fenómeno que ha marcado la historia política de la isla? Si decidiera emprender la difícil tarea de dar respuesta a esta cuestión, debería empezar por señalar que tal definición no puede reducirse a una mera aprehensión política, por más que este aspecto sea central. La génesis y la sustancia del castrismo involucran una serie de factores socioculturales, históricos y psíquicos que no puedo abarcar en su totalidad en un solo texto. Sin embargo, frente a la creciente oposición política y civil al castrismo en la Cuba contemporánea, me veré obligado a recurrir a un ejemplo fundamental de la tradición histórica cubana: la presencia del Líder y la formación del sujeto colectivo, que en sus formas actuales siguen resonando de manera decisiva.

En mi análisis, considero que la formación del sujeto colectivo, es decir, de las masas, encuentra sus primeras huellas de configuración en la figura de José Martí y el culto al heroísmo, que, a su vez, nutre la tradición política que desembocará en el castrismo. En la obra martiana se gestan las bases de una idea de colectividad que, aunque con propósitos emancipatorios, no deja de estar profundamente imbuida por el mito del héroe. De entre los pensadores que más influyeron en él, sobresale la figura de Thomas Carlyle, filósofo escocés que exaltaba el poder del héroe individual como motor de la historia. Martí adoptó una postura fractal ante la figura del héroe, no solo en el ámbito intelectual o cultural, sino también en el político, lo cual sería una de las semillas más persistentes en la política cubana.

De este modo, la obra de Martí podría leerse en gran medida como una “arqueología del espíritu heroico”. En ella, no solo se exalta la heroicidad en sus dimensiones más intelectuales o culturales, a través de figuras como Carlyle, Emerson, Pérez Bonalde, sino también, y quizás de forma más crucial, en el ámbito político, con Bolívar, Jefferson, Céspedes o Agramonte, quienes se convierten en paradigmas de la valentía revolucionaria. En este contexto político, la heroicidad, además de ser un ideal de lucha, se traduce en una “dirección” que Martí consideraba necesaria para la construcción de colectivos, aquellos “colectivos unidos” que serían la fuerza movilizadora de la nación. Las intervenciones de Martí en Tampa, dirigidas a los tabaqueros emigrados, dan testimonio de este proceso, en las que la pasión, la validez del sacrificio y la lucha por la libertad se entrelazan con una hermenéutica de la fogosidad homérica. No en vano, en su caracterización de la valentía de Agramonte, Martí no solo ensalza una figura histórica, sino que sienta las bases del líder, el dictador y, sobre todo, de un anhelo de reconocimiento que parece trascender los tiempos y las ideologías.

Este trasfondo histórico nos lleva a la inevitable reflexión sobre las características que, desde mi perspectiva, marcan la tradición política cubana y que, más de un siglo después, siguen dando forma al castrismo. ¿Acaso no son la figura del líder, la noción del dictador y el deseo de reconocimiento las que estructuran la tradición política cubana? Movimientos, colectividades, agrupaciones de diversa índole en Cuba han poseído y siguen poseyendo una conceptualización martiana, que es tanto técnica como estructural. Martí nos dio la técnica y el principio: en su obra, la ética y el heroísmo se entrelazan en una figura que, aunque radical en su época, también prepara el terreno para un futuro en el que el castrismo encontrará su molde. La diferencia, claro está, no radica tanto en el fondo como en la forma; mientras que Martí veía el impulso hacia una ética, el castrismo acuñó la figura del líder como centro del poder. Por su parte, la oposición al castrismo, por diversas razones, ha centrado su fuerza en el “deseo de reconocimiento”. Todo esto sigue funcionando, de manera subrepticia, bajo el influjo de la mentalidad heroica, que modela y define lo colectivo como una suma que solo adquiere su significado a través de la presencia del líder.

Es legítimo pensar que la secularización del heroísmo cubano haya generado la formación de colectivos. La transmisión de un “atrevimiento” o un “coraje” de una generación a otra es una constante en nuestra cotidianidad, y por ende en la cultura que aspira a superar lo antiguo. Sin embargo, este proceso de superación se encuentra imbuido de un colectivismo que, aunque aspira a la liberación, a menudo está limitado por el igualitarismo. En el proceso de alcanzar objetivos colectivos, la acción parece dirigirse en una única dirección, lo que genera la necesidad de un líder que oriente la acción hacia esa meta. La pregunta que subyace a todo esto es la siguiente: ¿no estamos, en cierto sentido, repitiendo el mismo patrón? ¿No seguimos un mismo curso hacia un nacionalismo que se basa en la construcción de una socialdemocracia de masas? La pregunta sigue siendo pertinente: ¿cómo podremos liberarnos del castrismo si su base reside en los mismos procedimientos heroicos que propongo?

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“Fidel Castro, Havana, 1978 (9609361)” by Marcelo Montecino from Santiago, Chile is licensed under CC BY-SA 2.0.

Estas no son preguntas con ánimo de descalificar o deslegitimar, sino que buscan generar reflexión. La acción es necesaria, sin duda, pero esta debe estar precedida por un pensamiento crítico y auténtico. La urgente necesidad de desacralizar al líder como creador de colectivos y movimientos debe convertirse en una prioridad. “Yo no soy líder”, afirmó Nietzsche en su respuesta al arte total propuesto por Wagner, una frase que cuestiona de manera profunda la idea de un liderazgo absoluto. Es precisamente desde una perspectiva crítica hacia la cultura de masas como se generan las verdaderas individualidades, aquellas que pueden aportar una reflexión renovadora y un futuro distinto para lo colectivo. El cambio, como se sabe, es complejo. Pero ese mismo cambio es, también, necesario para desentrañar el castrismo en su esencia, para ir más allá de los mitos y las falsas promesas, y finalmente dar paso a una Cuba capaz de replantear su historia con una mirada que trascienda lo heroico y se enfoque en lo verdaderamente colectivo: la libertad.

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El castrismo no es, en su núcleo, una mera cuestión política o económica; es un proceso de autoafirmación cultural y social que, a través de su narrativa heroica, ha perpetuado un sistema donde el individuo y la colectividad se encuentran atrapados en un círculo vicioso de poder y subordinación. Solo al comprender las raíces profundas del heroísmo y su influencia en nuestra cultura política podremos aspirar a una transformación genuina, a una Cuba que sea capaz de liberarse de sus propias sombras.

Durante más de 50 años, el castrismo ha construido lo que podría denominarse una “subjetividad del líder”, es decir, una estructura ideológica y cultural que no solo engrandece la figura del dictador, sino que también exige que cada individuo, en su relación con el poder, asuma un papel de liderazgo. Este fenómeno, aparentemente contradictorio, radica en la dialéctica interna del régimen, cuya lógica se fundamenta en la creación de un líder que, paradójicamente, debe ser tanto un absoluto como un principio de caos. El poder castrista exige una perpetuación de la estructura patriarcal en la que cada miembro de la sociedad debe verse reflejado, involucrado y, en última instancia, subordinado a una figura de autoridad.

La política del castrismo no solo opera mediante la creación de un sistema político homogéneo, sino que también se estructura como un sistema que alimenta una dualidad: la del poder absoluto del líder y la del oponente que, paradójicamente, también se convierte en una figura construida dentro del mismo régimen. Este mecanismo no solo define una oposición, sino que también establece una relación de poder, un “sistema binario” en el cual tanto el poder como su desafío son igualmente dependientes de las mismas estructuras ideológicas. Así, el terror, en su sentido más amplio, no solo se ejerce sobre aquellos que desafían el régimen, sino que también se perpetúa mediante el temor a la desaparición de esa figura absoluta que es el líder. Es un poder que crea a su propio enemigo, que lo genera en el mismo terreno donde se establece, para justificar el uso del terror y la opresión.

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“La Habana” by enrico.pighetti is licensed under CC BY 2.0.

Este enfoque de la construcción del poder, que se articula en torno a la figura del líder, es uno de los temas fundamentales que Gilberto Freyre aborda en Casa Grande y Senzala, una obra fundamental para entender las estructuras de poder que han prevalecido en América Latina. Hace 20 años, al leer este libro, comprendí por primera vez la causalidad de la formación cultural del poder en la región, particularmente el poder patriarcal, el caudillismo y la militarización, temas que Freyre analiza a través del concepto de la familia patriarcal. Esta obra no solo permitió entender los mecanismos de poder en Brasil, sino que también ofreció claves para estudiar otros contextos latinoamericanos, incluido el cubano, que es mi principal campo de investigación.

Mis indagaciones sobre la formación de la nacionalidad cubana, que alcanzaron su punto culminante en la segunda mitad del siglo XIX, llevaron a la identificación de un elemento crucial en la construcción de la nación: el «clan familiar». Este era un componente social fundamental en la configuración de la identidad cubana y, en particular, en la estructuración del poder en la región oriental de Cuba. La zona del Cauto, con sus grandes “haciendas ganaderas”, sirvió como el espacio donde se consolidaron poderosas estructuras patriarcales. Apellidos como Céspedes, Aguilera, Osorio y Estrada constituían una red de vínculos familiares que, a través de una forma de esclavitud patriarcal, consolidaban una estructura social jerárquica en la cual los esclavos, aunque subordinados, participaban en las relaciones de poder de manera directa.

Este sistema, que se desarrollaba principalmente en las grandes haciendas ganaderas, se diferenciaba notablemente del modelo de esclavitud implantado en las zonas de ingenios azucareros del occidente de Cuba, como en Matanzas. En estos últimos, la esclavitud se estructuraba mediante una relación más rígida, separada físicamente en el barracón, un espacio que servía como frontera entre el amo y el esclavo. En contraste, en la región oriental, los esclavos participaban en la vida cotidiana de los hacendados, compartiendo muchas de las labores y responsabilidades que conformaban el núcleo del poder. Este tipo de esclavitud, más “integrada”, no solo definía las relaciones laborales, sino también los cimientos sobre los cuales se edificaría el poder político en la isla.

La diferencia fundamental entre ambos sistemas de esclavitud radica en la ideología que cada uno produjo. La esclavitud de los ingenios azucareros se transformó en la base del capitalismo cubano, estructurando la economía alrededor de un mercado interno que permitiría la expansión del sistema capitalista. Por otro lado, la esclavitud patriarcal de la región oriental contribuyó a la creación de una ideología política profundamente vinculada a la figura del caudillo, lo que generó la llamada “ideología mambisa”, un sistema de pensamiento que fundaba en el liderazgo paternalista y militarista una legitimidad para la lucha política. Esta ideología sería esencial para la posterior estructuración del castrismo.

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Es en este contexto histórico donde surge el castrismo, como un proyecto político que no solo hereda las estructuras de poder patriarcales, sino que las amplifica y las adapta a un nuevo contexto ideológico. La revolución de 1959, encabezada por Fidel Castro, no solo implantó un régimen que veía al líder como el centro indiscutible del poder, sino que también convirtió a Cuba en una especie de gran “hacienda” donde la sociedad, como en el modelo patriarcal de antaño, se encontraba organizada bajo la figura de un patriarca supremo. El poder de los Castro no solo fue político, sino profundamente personal y familiar. Este sistema de poder no tiene paralelismo en otras formas de dictadura, pues no solo se basa en la represión de opositores, sino también en la creación de un sentimiento de dependencia emocional y política de un líder que, a su vez, hereda el legado de una tradición patriarcal profundamente enraizada en la historia de la isla.

El caso de los Castro, como una prolongación de este sistema patriarcal, se puede entender mejor si se compara con la famosa consigna “Patria o muerte”. Esta consigna no es solo un lema político, sino una expresión de una mentalidad que se retrotrae a los viejos esquemas de lealtad a un líder familiar, a un patriarca que es considerado indispensable para la continuidad del país. Este es un fenómeno que ha trascendido el mero hecho de la dictadura, pues no solo se trata de una lucha por el poder, sino de una lucha por la preservación de una estructura que implica el dominio sobre la historia, la cultura y la identidad misma de Cuba.

Los Castro no solo han liderado un movimiento político, sino que han asumido un rol de “patriarcas” que, al igual que los antiguos hacendados, se han visto como los guardianes de la “familia cubana”. En este sentido, el poder no solo se basa en la coerción o en la represión, sino también en una lógica de “protección” de un orden social que se presenta como el único capaz de garantizar la unidad de la nación.

El mito que sustenta al castrismo es, por lo tanto, un mito de poder. Es el mito de un pueblo que solo puede existir como una masa unificada bajo la figura del patriarca, del líder que se erige como la encarnación de la nación misma. Hans Blumenberg, en El trabajo sobre el mito, explica que los mitos no solo son relatos de origen, sino estructuras de pensamiento que organizan la realidad humana. En el caso de Cuba, el mito que sustenta el castrismo es uno de continuidad, un mito que parte de la figura del líder como elemento unificador y que, en su evolución, se ha hecho más complejo y multifacético, pero que sigue siendo, en su núcleo, un mito patriarcal. Este mito no solo ha perdurado en el poder, sino que ha definido la forma misma de la nación cubana, convirtiéndola en un ente subordinado a la figura de un solo hombre, y a la tradición patriarcal que lo precede.

Este sistema de poder, con sus raíces en la historia de la esclavitud patriarcal y el caudillismo, sigue vigente. A pesar de la modernidad, de la caída del socialismo en muchas partes del mundo, y de la crítica interna y externa, la mentalidad patriarcal en Cuba permanece. La lucha contra el castrismo, por lo tanto, no debe entenderse solo como una lucha política o ideológica, sino como una lucha por desmantelar una estructura de poder que tiene siglos de antigüedad, que está profundamente arraigada en la cultura cubana y que se ha renovado bajo la figura de un líder supremo que ha sabido mantener su dominio por medio de una perpetuación de ese mito fundacional.

Nunca, en esencia, ha existido una separación clara entre las eras clásicas y modernas, como señala el filósofo alemán, porque el estudio del mito desmiente tal noción. La Ilustración, la modernidad y las guerras mundiales posteriores no son rupturas radicales con el pasado, sino más bien desarrollos basados en mitos antiguos: los mitos vuelven a convertirse en metáforas esenciales de la existencia humana. La modernidad y la Ilustración, en lugar de ser antagónicas a los mitos, los asimilan y reformulan, subrayando que, en última instancia, nuestra comprensión de la realidad sigue estando impregnada de visiones mitológicas.

El análisis de Blumenberg se sustenta en una conclusión rotunda: las sociedades humanas han sobrevivido y se han estructurado socialmente gracias a la pervivencia de mitos fundamentales. Los mitos no solo son relatos primitivos, sino que constituyen los cimientos sobre los cuales las sociedades se han edificado. Así, las sociedades modernas, aunque se presenten como racionalistas y científicas, no son inmunes a la estructura mitológica, pues los conceptos modernos de «realidad» y «progreso» se basan igualmente en algún tipo de mito, aunque transformado y encubierto. Estos mitos subyacen en los discursos de la Ilustración, la revolución, el progreso y la democracia, no como vestigios del pasado, sino como elementos esenciales que moldean la visión moderna del mundo.

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En este contexto, surge una inquietud: ¿es posible superar la transgresión mitológica que algunos mitos han representado a lo largo de la historia de la humanidad? ¿Se puede liberar al hombre de la ansiedad existencial que estos mitos propician? A pesar de que algunos estudiosos responden afirmativamente a esta pregunta, Blumenberg mismo muestra que la desaparición definitiva del mito es una falacia: el mito no solo ha sido funcional a lo largo de la historia, sino que ha sido una herramienta esencial para la supervivencia de las sociedades. Así, la propuesta de Blumenberg se despliega en una ambigüedad crítica: aunque plantea la necesidad de eliminar mitos que propician el autoritarismo y las prácticas totalitarias, no es capaz de concebir una manera de deshacerse por completo de los mitos que dan forma a la vida social. Los mitos estéticos, esos que se refieren a la belleza, la creación y la vida humana, deben continuar existiendo, pues son necesarios para preservar nuestra humanidad.

El mito de Prometeo es un ejemplo de cómo el mito puede ser utilizado para justificar y consolidar el poder político. Blumenberg, al analizar este mito desde la perspectiva de Goethe, señala cómo figuras como Napoleón, al igual que Fidel Castro en el contexto cubano, asumen el rol de dictadores redentores, como modernos Prometeos que, lejos de liberar a la humanidad, la someten a una nueva forma de tiranía. En Cuba, el mito de Prometeo, al igual que en la obra de Goethe, subyace en el origen y la evolución del totalitarismo castrista. Este mito, leído a través de los ojos de figuras como Céspedes o Martí, proporciona una explicación de cómo Fidel Castro se convierte en el líder dictatorial y en la encarnación de la revolución cubana. De este modo, el mito no solo actúa como una narrativa histórica, sino también como un recurso para legitimar el poder político y la opresión.

El desafío, entonces, es cómo desmitificar el castrismo y su relación con el mito de Prometeo. El proceso histórico cubano, con sus tres revoluciones sociales –la lucha por la independencia colonial, la revuelta contra la dictadura de Machado en 1930, y la revolución de 1959 contra Batista– se ve atravesado por la figura de Prometeo, cuya interpretación varía según el contexto. Si, en el caso de Andrés Gide, Prometeo es un «héroe mal encadenado», en el caso de Cuba, el mito se convierte en la justificación de una transformación de la liberación en un poder absoluto, donde la libertad para todos se convierte en poder para uno solo: Fidel Castro.

Este fenómeno se evidencia claramente cuando observamos el ascenso de Castro. En sus primeros discursos y acciones, se presenta como un redentor de la patria, un líder que dará la libertad al pueblo cubano. Sin embargo, a medida que se afianza en el poder, ese mismo mito de la liberación se convierte en una tiranía. Lo que comenzó como un movimiento de liberación, de la misma forma que el mito de Prometeo, se convierte en un nuevo régimen totalitario donde la figura del líder es venerada y exaltada. Así, la historia cubana no solo es una lucha por la independencia, sino también un proceso donde el mito redentor de la revolución se transforma en un mito de poder autoritario.

En la Cuba revolucionaria, la identificación con el castrismo se ha profundizado en la conciencia colectiva, de tal modo que incluso aquellos que se oponen al régimen no pueden escapar de la estructura conceptual que este ha creado. En lugar de ver el castrismo como una realidad política, los cubanos, tanto dentro como fuera de la isla, lo han internalizado como una narrativa histórica. En las calles no se habla de castrismo, sino de socialismo, y el nombre de Fidel Castro sigue siendo considerado un símbolo de la lucha socialista, a pesar de las contradicciones y los sufrimientos que su régimen ha causado.

Este fenómeno plantea una paradoja existencial: mientras más nos alejamos del régimen castrista, más nos identificamos con él. La narrativa del castrismo se ha convertido en un punto de referencia, no solo en la historia política de Cuba, sino también en la identidad del pueblo cubano. Los intelectuales que critican el régimen a menudo lo hacen desde dentro de la misma narrativa que critican, sin poder escapar completamente de los conceptos que el castrismo ha forjado.

La conclusión es que la lucha contra el mito del castrismo no es solo una cuestión política, sino también existencial. No basta con rechazar la ideología, sino que es necesario desmantelar los conceptos que nos atan a ella. La única manera de liberarse verdaderamente del mito es reconocer su existencia y su influencia en la historia y en nuestras vidas, y luego construir una narrativa alternativa que no esté anclada en el mismo esquema mitológico. Solo así se podrá superar la ambigüedad del castrismo y, en última instancia, de todos los mitos que han marcado la historia de la humanidad.