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¿Hacia una democracia disuelta?

"Donald Trump- Caricature" by DonkeyHotey is licensed under CC BY 2.0.
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El mundo está cambiando. ¿Hacia dónde nos dirigimos? Las masas parecen anhelar la autocracia, buscan una figura homogénea y masiva que las represente. Entre las democracias contemporáneas, hay cerca de una decena de países que avanzan hacia un modelo de autocracia homogénea: Polonia, Hungría, incluso Austria han dado pasos significativos en esa dirección. También observamos tendencias hacia una auto-abolición de la democracia, como sucede en Turquía. Cuanto más se reflexiona al respecto, más extensa se vuelve la lista.

Sin duda, existe una incomodidad inherente a la democracia, ya que es un sistema engorroso, opaco y complejo para organizar los asuntos públicos. Este malestar fomenta un anhelo de simplificación, que suele derivar en la personificación del poder. Y esa personificación toma forma en la autocracia política o en el regreso a estructuras autocráticas. En una democracia, el ejercicio del poder por decreto solo es legítimo en tiempos de crisis política. Sin embargo, Donald Trump invierte esta lógica: desata la crisis gobernando a través de decretos, en lugar de esperar a situaciones de emergencia donde estos pudieran justificarse.

El factor de descontrol ha aumentado drásticamente con la llegada de Trump, y hay consenso al respecto. No obstante, los observadores se dividen en dos grupos: aquellos que aplauden esta dinámica, atraídos por el espectáculo y el entretenimiento, y quienes se preocupan por la fragilidad del orden global, temerosos de que más disturbios agraven su precariedad.

Hasta ahora, los líderes democráticos eran parte integral del sistema político: ni expertos técnicos ni ajenos al sistema. Sin embargo, en otros contextos, figuras provenientes del espectáculo o los negocios han irrumpido en la política, desmantelando partidos tradicionales y asumiendo el poder como si se tratase de un acto de “piratería política”. Este fenómeno ha instaurado un nuevo estado de cosas, al que podríamos llamar diletantismo sin fronteras.

Nos encontramos, entonces, con un espectáculo peculiar: un empresario cuya solvencia económica es dudosa, ha secuestrado el negocio de la política como aficionado. Trump, que parece desconocer la naturaleza misma del Estado, vive como un extraño en la Casa Blanca. Ha transformado al público político en una especie de estadio donde se ejecuta el “programa Trump”.

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Es cierto que Trump ha mezclado política y entretenimiento, pero tranquilizarse ante esta combinación sería un error. Su estilo de gobierno se describe comúnmente con la palabra “disrupción”, un término que puede interpretarse tanto como interrupción creativa como catástrofe. Sin embargo, para muchos, esta disrupción es una cadena de reacciones impredecibles.

Es fácil imaginar a Trump desoyendo los consejos de sus asesores de seguridad para usar armas estratégicas bajo su temperamento impulsivo. Aunque probablemente no lo haga contra Rusia, cuyo poder de represalia es demasiado grande, podría tomar decisiones militares en Afganistán, Pakistán o Irán. Su gobierno improvisado, sustentado en decretos, tiende a desencadenar respuestas en cadena, dado que la fuerza militar habla un lenguaje universal que otros también adoptan.

Trump encarna al oligarca clásico, convencido de que el gobierno debe ser ejercido por unos pocos, o incluso por una sola persona, como Luis XIV con su célebre frase: El Estado soy yo. En su caso, Trump proclama: Yo soy el pueblo. Con esta afirmación, convierte a los medios de comunicación críticos en “enemigos del pueblo”. En su visión, oponerse a su persona equivale a ser enemigo de la nación. El aparato parlamentario, manifiestamente incómodo para él, apenas merece su atención. Prefiere enfrentarse abiertamente con los jueces y soñar con una regulación absoluta del poder ejecutivo, gobernando al estilo de los decretos.

¡A la esencia del problema!


Una cultura política que manifiesta una clara insuficiencia de inmunidad social necesita restablecer los valores constitucionales sobre los cuales fue fundada. El orgullo ciudadano —no una mera exhibición de lozanía— frente a cualquier cuerpo político parece haber dejado de operar como fuerza movilizadora. Los mecanismos de autorregulación política fallan ante un Estado que busca inmovilizar las fuerzas ciudadanas mediante proyectos asistenciales de corte socialdemócrata y una política fiscal asfixiante.

Hoy, en Estados Unidos, el Partido Republicano difícilmente podría desactivar o cortar el nudo gordiano que mantiene atadas a las fuerzas ciudadanas bajo la dependencia estatista promovida por los demócratas, a menos que acuda con urgencia a métodos que movilicen y reactiven ese orgullo ciudadano que prevaleció durante los días fundacionales, cuando We the People era más que una frase, una forma de vida.

En términos generales, el trumpismo, frecuentemente etiquetado como populista y fascista, podría interpretarse como un intento político de recuperar ese orgullo ciudadano americano. Sin embargo, el déficit generado por un hobbesianismo constitucionalista —a través del cual se oculta una cultura política de resignación ciudadana frente al Estado— ha echado raíces profundas. Este proceso ha erosionado la gran tradición política del don americano, que floreció con identidad propia a finales del siglo XIX.

En este contexto, surge una pregunta esencial: ¿qué está proporcionando Trump políticamente que incomoda tanto a sus detractores? Hobbes decía en el Leviatán que el contrato sin la espada no es más que un conjunto de palabras vacías. De manera similar, el uso político de enemigos fantasmales alimentados por remordimientos, envidias y resquemores veteroconservadores parece haber tomado fuerza. La rabia contra Trump proviene de una fórmula que busca generar interrupciones, como su promesa de repatriar las fábricas deslocalizadas en China para reactivar el nuevo orden ciudadano.

Por otro lado, los anti-trumpistas parecen recurrir a una acción comunicativa que no ofrece alternativas sólidas, sino una especie de “café con leche sin azúcar”. Su discurso arribista carece de la fuerza necesaria para contrarrestar la narrativa de Trump. Entonces, ¿qué ofrece Trump que sus adversarios no pueden proporcionar? En términos políticos correctos: ¿cómo redefine Trump la relación entre Estado y ciudadanía? Una ética de correspondencia e intercambio con la vecindad podría estar resurgiendo, mientras sus opositores parecen más afines a los viejos absolutistas de la monarquía española, dedicados a recaudar e imponer, que a los filántropos norteamericanos de los siglos XIX y XX.

El trumpismo parece apostar por un renacimiento del orgullo ciudadano. En consecuencia, revitalizar la democracia exige una movilización efectiva y necesaria de la ciudadanía. Sin esa movilización, no puede haber una reforma democrática sustancial. Sin embargo, en una sociedad como la norteamericana, cada vez más escéptica con respecto a la democracia y dominada por la inercia, tal movilización genera tensiones inevitables. No es extraño, entonces, que Trump recurra a esta estrategia. Algo similar ocurrió durante la redacción de la Constitución, las reformas políticas posteriores a la Guerra de Secesión, los días posteriores a la Segunda Guerra Mundial y las revueltas que lograron los derechos civiles en los años 60.

Los analistas políticos que reflexionan sobre el fenómeno Trump tienden a considerarlo una muestra de decadencia en el arte de la política norteamericana, señalando un giro mordaz desde la república constitucional —lo políticamente correcto— hacia el estado mediático —lo políticamente incorrecto—, cuya teatralidad parece encarnada en la figura de un bufón.

Sin embargo, más allá de estos análisis, resulta sugestivo observar cómo Trump derrotó, cual ajedrecista electoral, a tres figuras clave del ala conservadora del Partido Republicano durante las primarias: un caballo, una torre y un alfil. Este movimiento no solo evidenció su capacidad estratégica, sino que también generó una fuerte reacción interna en el partido. No cabe duda de que dos de esas piezas clave estarán presentes en la convención republicana, y su influencia podría marcar el destino de este complejo juego político.

Es posible que, de esa fuente pasional y del juego patriarcal, surgiera lo que ahora presenciamos en la retórica anti-Trump: una tendencia a transparentar en los argumentos tres aspectos del erotismo político que parecen amenazar la integridad de la supuesta forma de vida de la democracia moderna. Para los voceros del constitucionalismo y conservadurismo constructivista democrático y republicano, el trumpismo encarna un discurso estereotipado y manipulador, de antiguo cuño, fundamentado en el autoritarismo, la demagogia y la acometividad del líder autoproclamado bajo el espíritu del neo-evangelismo mesiánico.

Estos reproches, por su naturaleza política, tienden a consolidarse como verdades, aunque no definan con precisión las características esenciales del proceso que parece despolitizar la democracia en los Estados Unidos. ¿Qué ha ocurrido, entonces, desde la perspectiva de lo políticamente correcto? Los constructivistas no advierten que la democracia, basada en un erotismo posesional, ha cedido espacios en favor de las tareas praxis/abstractas del Estado.

Lo que resulta impúdico e incluso desganado en los argumentos anti-Trump es la falta de seriedad teórica con que sus detractores los presentan en el espacio público. Por el contrario, la contrapartida trumpista asume que la democracia es una designación política ya existente, acabada y plenamente instaurada. Sin embargo, atendiendo a la dinámica que la representa y caracteriza, queda claro que la democracia es un proceso en formación, un fenómeno de longue durée, como sugeriría la escuela de los Annales: un devenir sin final previsible en las actuales circunstancias.

Regresar la mirada al pasado podría ofrecer respuestas a los problemas actuales. La retórica trumpista, inmersa en su manipulación discursiva, sigue utilizando preceptos de la lucha política e ideológica del siglo XIX. No es casual que a Trump se le tache indistintamente de fascista y comunista. Frente a la convención republicana, predomina aún el esquema anticuado que define la guerra política entre liberalismo y socialismo.

Es posible que se estén definiendo otros horizontes, pero es imprescindible convocar a la comunidad para, juntos, modificar el viejo estilo de lucha semántica que, hasta ahora, ha segregado al ciudadano de los intereses políticos relacionados con el Estado. Esta separación cuesta caro y pone en peligro intereses establecidos. Surge, entonces, la pregunta: ¿puede el ciudadano participar voluntariamente en la vida pública basándose únicamente en su pertenencia teórica al mandato constitucional?

Resulta difícil decir que no, pero también resulta complicado afirmar que sí. Lo más probable es que el convencionalismo constitucional domine la esfera política por encima de los poderes ciudadanos. El fenómeno de la desconexión entre el Estado y la ciudadanía está a flor de piel y exige una investigación cuidadosa. Es una pregunta que los partidarios del conservadurismo constitucional no se formulan.

De hacerlo, podrían enfrentarse al hecho, visiblemente estructurado, de que estamos ante un proceso político posdemocrático y posrepublicano: el pueblo norteamericano ha sido reducido a una democracia temporal, limitada al ejercicio del voto. La democracia estadounidense se ha ido reduciendo a un fenómeno meramente electoral, marginando al ciudadano como actor constitucional en el espacio público.